La política entre maquiavelismo y maniqueísmo
Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, de Maurice Joly
(México, Editores Mexicanos Unidos, 2015)
Comentemos un escrito menor, pero interesante y popular en otros tiempos entre los viejos políticos liberales; hagámoslo para goce y, desde luego, para la educación de la conciencia política de las nuevas generaciones; uno de esos escritos en los que el absolutismo es el malo contra el bueno, que es el liberalismo, en que la tiranía es opresión y la república libertad; mejor dicho, donde retorna al centro del debate político la lucha del Mal versus el Bien, esa es la dualidad maniquea en medio de la cual el polemista francés Maurice Joly (1829–1887) centra la conversación imaginaria entre el bondadoso padre de la ciencia política, el Barón de Montesquieu (1689–1755) y el vilipendiado secretario florentino (1469–1527), de cuyo apellido se ha adjetivado toda acción inescrupulosa, cínica o simplemente falta de toda muestra de caballerosidad con la que los políticos de la era moderna nos han acostumbrado a percibir casi cualquiera de sus actividades. Sin embargo, para no ser injusto con el pensador italiano, un conocedor superficial de la obra de Maquiavelo sabe que dicha atribución no puede ir más allá de una lectura inconexa e interesada de su famoso y breve tratado El Príncipe. No puede, mejor aún, no debe, adjudicarse en forma tan tajante el « maquiavelismo» del mismo modo y con el mismo sentido a obras como Discursos sobre la primera década de Tito Livio, El arte de la guerra o la Historia de Florencia, donde se encontraría más de un punto en común o inclusive que haya inspirado al republicanismo del bonhomme autor del Espíritu de las leyes.
Joly era un hijo de su tiempo, un apasionado del liberalismo republicano, quizás no desconoció las demás obras del florentino, pero es evidente que, siguiendo la moda de la época, se limitó a reducir el pensamiento de Maquiavelo a lo expresado en El Príncipe, comprendiéndolo como el tratado por excelencia para el uso del tirano. A Maurice Joly le interesaba esa interpretación, especialmente porque le servía para apuntar hacia su blanco favorito, el cesarismo de Napoleón III, que representaba el retorno de todo aquello que en apariencia había sido superado por la Revolución francesa y el triunfo de los ideales de la Ilustración. El Mal político amenazaba con apoderarse del escenario republicano francés hacia 1852 en la forma de Segundo Imperio, mostrando una enorme capacidad de modernización y de adaptase a la radicalidad de las revoluciones sociales e incluso a los saberes resultantes de esas luchas.
Los profanos, salvo aquellos que estén familiarizados con la lectura del 18 Brumario, de Karl Marx —que seguramente hoy deben de ser muy pocos— apenas conseguirán imaginar en qué dimensión el fracaso de la república francesa y su transformación en el Segundo Imperio repercute en la historia del siglo XX, es más, aún consigue iluminar muchas facetas de nuestra propia realidad política. ¿Acaso a alguien le cabe pensar en la conexión que tiene este hecho con las formas de encumbramiento de un Adolf Hitler o un Benito Mussolini o con las técnicas de seducción e intimidación de las masas que desarrollaron Lenin y Stalin en la Rusia revolucionaria? Ni siquiera podemos concebir la endiablada similitud que tienen los procesos de ascenso de estos líderes con las caricaturescas —aunque no menos terribles— formas de acceder al poder por parte de los líderes populistas del presente, tanto de izquierda como de derecha. En efecto, el ascenso de Napoleón III como nuevo César representa para la historia política moderna mucho más que el éxito momentáneo de una modalidad de despotismo; es en realidad el símbolo del triunfo y de la capacidad de transformación que ha tenido el autoritarismo ya encarnado en una personalidad, ya promovido por una organización colegiada, bajo la sombra del propio orden republicano.
El maquiavelismo, es decir, el oportunismo, el utilitarismo más inmediato y el amor al poder por el poder, constituye la esencia del cesarismo, no hay duda; es el Mal por antonomasia en política. No obstante, lo que elude Joly —y con él una parte del liberalismo bienpensante de la época— es la responsabilidad que corresponde al sueño ilustrado republicano que quieren oponer como el Bien. Conciben la república como un fin en sí mismo, como la Idea platónica perfecta hecha realidad, perdiendo de vista que su esencia es la voluntad popular y su mecanismo, el sistema electoral. De manera que, cuando el sistema republicano es puesto en marcha y muestra con el tiempo su incapacidad de cumplir con la promesa del progreso, la igualdad de oportunidades para todos los miembros de la sociedad, el bienestar económico y con ello la realización de una vida digna y libre, la esencia de la república, que son las mayorías, el pueblo combinado con la masa de inconformes y demás marginales que han ido creciendo en los bordes del sistema político, ante el incumplimiento se hacen vulnerables, son la carne de cañón de los discursos mesiánicos.
Montesquieu es la promesa política hecha teoría; Maquiavelo la eficacia con que se despliega la acción, de ahí que el papel que desempeña en este diálogo el pensador francés se reduce a un débil defensor de una utopía fracasada frente al astuto secretario florentino, quien muestra, además de la vigencia de los factores de poder descritos en su breve obra —la fuerza y la virtud—, aquellos que Joly le añade, mecanismos nuevos que Maquiavelo en su tiempo no podía imaginar, pero que ahora complementan la acción maquiavélica (la virtud) de quien a la sazón ejerce el poder. El príncipe contemporáneo ya no tiene como fin, en primera instancia, conseguir la obediencia bajo represión; como dice el propio Joly, el poder ahora pretende «no tanto de violentar a los hombres como de desarmarlos, menos de combatir sus pasiones políticas como de borrarlas, menos de combatir sus instintos que de burlarlos, no solamente proscribir sus ideas sino trastocarlas, apropiándose de ellas» (p. 45). El eje del poder no es ya la fuerza, sino la sutil habilidad de la domesticación de las pasiones del pueblo a través del control de la opinión pública y el uso de las finanzas públicas como mecanismo de premiar a sus adeptos y de castigar a la oposición.
Joly, al igual que sus contemporáneos, sufrió el aturdimiento que generó en la opinión pública el surgimiento de la prensa, tan desconcertante como lo fue la transmisión de información y noticias a través de la radio, la televisión y el cine para las generaciones del siglo pasado y lo es, sin duda, para nosotros la Internet y las anárquicas redes sociales que han conseguido hacer penetrar la tecnología de la realidad virtual en casi la totalidad de los intersticios de la vida cotidiana. Con los mass media se consiguió trivializar los temas más importantes que afectan a la comunidad, se redujo la posibilidad de análisis detallado y el debate entre los colectivos que conforman la sociedad civil, desprestigiando consecuentemente la función del poder legislativo y, como es obvio, a sus miembros. Abocados a la incertidumbre, los asuntos vitales del ordenamiento comunitario quedan en manos de los procesos de referéndum, pero no al azar, como podría pensarse a primera vista. Para reforzar el éxito del poder en estas gestas democráticas, el factor finanzas públicas se convierte en el árbitro determinante de los resultados: los generosos apoyos a los amigos del príncipe (becas, créditos, financiamiento de programas sociales), el recorte de gastos a los enemigos (en nombre de la austeridad o de la crisis económica) hacen desde entonces del presupuesto de la nación un novedoso instrumento de selección con que el gobernante asegura el éxito de sus ejercicios democráticos y las lealtades que requiere, del mismo modo que debilita y margina a los opositores. En caso de que estos sutiles mecanismos lleguen a fallar, siempre estará el retorno a lo elemental, el factor primario, se acude a la fuerza pública a las que solamente habrá que añadirle las novedades tecnológicas cada vez más sofisticadas implementadas por los cuerpos de seguridad.
Pero no hay que olvidar que tales innovaciones que con tanta precisión integra Joly al accionar maquiavélico no hacen al déspota más malo, apenas es más agudo y refinado. Realmente se pierde de vista lo principal, es decir, que el autoritarismo no es un mal esencial, sino que está inserto en la dinámica de la propia república, la cual tampoco es el bien esencial, pues, desde su fundación hasta su corrupción y extinción, el elemento autoritario es inherente a la estructura formal de la república. La república jacobina nació amparada por la dictadura de Robespierre en la llamada época del Terror (1793–1794) y, tan pronto decae, se refugia en nuevas monarquías restauradoras o constitucionales hasta en imperios como los de los dos Bonaparte, o simplemente en dictaduras o gobiernos autoritarios como los que vivimos en el presente. De ahí que el personaje con que Joly caracteriza a Montesquieu no esté a la altura de un defensor convencido de la purísima idea del Bien en política, la teoría lo limita; mientras que la realidad histórica mostraría a la posteridad que, a través de las masas y el sistema electoral, es decir, del instrumento esencial de la institucionalidad republicana, se llegaría a encumbrar a un Napoleón III, a un Hitler o a un Perón, y hasta un Chávez y su sucesor o un Trump o un Putin, en nuestros tiempos: lo consiguieron legalmente, sin ejercer ninguna violencia, gracias a la libertad de elegir que posee el pueblo (¿o una multitud cegada por la pasión?).
¿Será que algo fallaba desde el principio en el plan perfecto de la política de la Ilustración? ¿Será también que estamos ante la evidencia de que esa falla no ha podido ser superada por las generaciones subsiguientes hasta la actualidad? Incapaz de poder conciliar este maniqueísmo entre lo que representaban las posturas de Montesquieu y Maquiavelo, Maurice Joly no pudo asumir el liberalismo como una idea política, sino como una tragedia cultural y existencial; y, como toda tragedia, quizá no sea una casualidad que, habiendo pasado años de la vergonzosa salida del poder del maligno Napoleón III (1870) y estando en vigor la bondadosa Tercera República, el libelista francés haya preferido terminar su vida con una bala de revólver en la cabeza el 17 de julio de 1887.
